LA PLANTA DE FELIPE
Uno de mis hijos, el del medio, es un chico muy valiente.
No quiero decir que los otros hijos no lo sean. Simplemente este hijo lo ha demostrado muchas veces.
Su papá quería que estudiara determinada carrera, si lo hacía tendría el oro y el moro. Él, obediente, lo intentó, pero
al cabo de tres años, valientemente enfrentó la ira de su padre y le dijo que lo de él era la Filosofía, y no en cualquier
universidad, debía ser en una de las más prestigiadas del país.
Hasta ahí llegaron las regalías, su carrera debía ser pagada por él, al igual que la pensión, ropas, etcétera.
Complicada situación.
Pero, la verdad es que por un lado yo pensaba que tal vez era hora que enfrentara la vida con un poco más de
responsabilidad.
Durante el último año de secundaria y los tres años que estuvo estudiando la carrera de los sueños de su padre,
debí llamarle la atención ante sus desaguisados, diciéndole que vivíamos en una sociedad y que él debía cumplir
con las normas mínimas de convivencia.
Siempre llamaba por teléfono o enviaba un correo electrónico los días jueves, el asunto: ¡ URGENTE! El contenido
era escueto: mamá, necesito dinero, tengo cien pesos.
Yo me lo imaginaba, con hambre, sin dinero para un mísero pan, menos para comprar una guía de estudio o sacar
una fotocopia.
Al día siguiente, en cuanto abrían el banco, yo ya estaba lista depositándole unos pesos.
Mis otros hijos me decían que era para el carrete de fin de semana, que era una ingenua. Y claro que así era. ¡Qué
bien lo pasó este loco esos años!
Bueno, no siempre. Muchas veces, entre tragos de más y ganas de sacarle la cresta al mundo por estar estudiando
una profesión obligado, no encontraba nada mejor que descargar su ira iniciando una pelea.
Valiente el joven, no le importaba el número de contrincantes.
Hasta que un día fueron más de los que él podía controlar. Entre cinco le sacaron cresta y media.
Vino un período de calma y para asegurarme que este fuera prolongado decidí irme a vivir con él.
Al estar juntos se dio, espontáneamente, la conversación que ya no quería seguir estudiando esa profesión, pasaban
los años y entre que aprobaba un semestre y reprobaba el otro, tenía para más de tres años, que era el tiempo en
que debía terminar sus estudios.
Y a fines de ese año logró parte de sus sueños, con un excelente promedio de admisión, ingresó a la carrera y en la
universidad de su elección. Con la felicidad pintada en sus pupilas se trasladó a Santiago.
Aún vive allá, le faltan cuatro años  para lograr uno de sus objetivos.
Además tiene una novia que dulcemente lo ha domesticado ¡gran chica! Tiene mi incondicional cariño.
Tipo amistoso, mantiene contacto con sus amigotes de este período de su vida, la de estudiante y la de parrandero.
Es agradable recibirlo durante las vacaciones, más calmado, con conversaciones que enriquecen el conocimiento,
lleno de buen humor.
Siempre llega con regalos, generalmente libros, ya que sabe que comparto con él la afición por la lectura.
A fines del año recién pasado organizaron, con sus antiguos ex compañeros de secundaria y universidad, acampar
en la ribera del lago Llanquihue.
Llegó junto a su novia un viernes por la noche.
Mochilas, carpas de campaña y colchonetas enrolladas empezaron a llenar el living de la casa. Mi casa era el punto
de reunión de todos los integrantes del paseo.
A la mañana siguiente, cuando entré a la cocina la encontré invadida y más que invadida diría asaltada por el grupo.
Mis paquetes de tallarines ingresaban a las mochilas, al igual que el té, el azúcar y la sal. Me limité a servirme un
café, rápidamente, antes de despedirme de mi tarro que ya ingresaba a otra mochila.
Más que una semana de campamento parecía que sería un mes. Pero no hay sentimiento que provoque mayor
generosidad de mi parte que ver esa chispa de alegría en los ojos de mis hijos.
Al mediodía ya salían.
Solamente faltaba uno de los chicos: Felipe. Él estaba estudiando en Concepción y su autobús no llegaba hasta las
tres de la tarde. Me dejaron un plano para que se lo entregara y las indicaciones de traslado.
Salí a despedirlos al antejardín y cuando ingresé a la casa el silencio que había era de tocarlo.
Escogí mi almuerzo entre lo poco y nada que había quedado y opté por leer y no dormir siesta, para estar atenta a la
llegada de Felipe.
Llegó puntualmente a la hora señalada.
Creí que me traía un regalo, pero no, era un encargo
- Tía, no quedó nadie en mi pensión en Concepción, así que me traje mis plantitas ¿usted me las puede cuidar hasta
que yo regrese?
- Claro- aunque pensaba que era una tremenda responsabilidad, no podía negarme a un trabajo tan simple para
otros.
Siempre he tenido problemas con las plantas de interior. Cuando recién tuve mi hogar me preocupé de tener unas
tres para alegrar y darle un poco de color a mi casa. Fue un trabajo infructuoso. Las cambié en distintas
oportunidades, si no secaban se podrían.
Después de cinco años me di por vencida, nunca más tuve plantas de interior.
Entre las explicaciones de cómo llegar al lugar de campamento, los medios de locomoción, un almuerzo frugal antes
de la partida, olvidé preguntar a Felipe el período de riego y si necesitaban sol o sombra sus plantas.
Una vez que él partió, me preocupé de ponerlas en un lugar en que durante la mañana recibieran los tibios rayos de
sol y por la tarde tuvieran sombra. Revisé la tierra y me pareció que la humedad era suficiente por ocho horas. Por la
noche, antes de acostarme las regaría.
Mi rutina diaria cambió con el cuidado de estas famosas plantas.
Por la mañana, antes de bañarme, era mi primera inquietud ir a ver el estado de las plantas. Si la mañana estaba
nublada y por la tarde salía el sol, las ponía un par de horas al sol. Palpaba constantemente la humedad de la tierra.
A decir verdad, se me hizo bien estresante el cuidado del encargo de Felipe. Ya me parecían más de cuarenta y ocho
horas los dos últimos días antes de la llegada de su propietario.
Por fin viernes por la noche. Faltando una hora para la llegada de los muchachos miré por última vez las plantas.
Estaban en las mismas condiciones en que las había traído su dueño. Meta cumplida.
Las voces alegres me avisaron de su llegada antes del sonido del timbre.
Los hola y los abrazos se multiplicaban. Todos con su piel tostada y curtidas por el sol, alegres, era realmente grato
verlos reunidos nuevamente en mi living.
Esperé un instante de silencio para informar sobre mi bien logrado trabajo de cuidar las plantas de Felipe.
-Bueno, Felipe, te hago entrega de tus plantas- y tomé, orgullosa de mi excelente trabajo, el macetero con ambas
manos- aquí están en las mismas buenas condiciones que me las entregaste.
Todos miraron las plantas y se largaron a reír, mi hijo habló
-¡Este Felipe no tiene vergüenza!, ¡Deja las plantas de marihuana a mi mamá para que se las cuide!***